Por cada gorila hay un Popieluszko.
La autora, en su auto-prólogo, nos explica el contenido de su libro y su propósito: “Los relatos reunidos en esta antología faltan abiertamente a la supuesta verdad recogida por los historiadores de lo sagrado. La reescriben, la manipulan y recomponen en clave irónica […] con la única intención de divertir al lector e invitarle a mirar los dogmas con los ojos del sarcasmo”. Así que nadie se lleve a engaño. Y precisamente el subtítulo: “Siete cuentos irreverentes”, sirve de aclaración y evita (indeseables) equívocos a los que pudiera llevar su título: “El libro de los milagros”. No vaya a ser que algún despistado se equivoque y lo compre pensando que es un libro de vidas de santos.
Y después de ese auto-prólogo, de esa declaración de intenciones de Carme, me olvidaré de presentimientos y miedo a lo repetitivo, a los clichés de un anticlericalismo viejo, contemporáneo y coñazo. Me olvidaré de lo que ya sé y he oído muchas veces y esperaré la idea original, el humor inteligente antes que la murga, los tópicos y la sal gruesa de lo simple. Esperaré encontrarme, por encima de todo, con la buena literatura.
Esperaré y estaré dispuesto a aceptar todas las verdades, miserias, hechos reales, tradiciones, mitos antiguos y leyendas urbanas que quiera utilizar, usar y reescribir para contar sus relatos. Los aceptaré siempre que lo haga con estilo, con clase; con algo que la sitúe por encima de lo manido. Porque un libro no es una noticia en el periódico, ni una pancarta en una manifestación, ni un eslogan para pegar en el muro de facebook. Es narrativa. Que si hay (que los hay) aspectos ciertos y condenables, ridículos o grotescos, los incluya en el relato siendo fiel a la literatura y sus normas. Porque apostar el éxito o la validez de un relato a la comunión o a la camaradería de ideas o manías es apostar por un lector convencido a priori, apostar sobre seguro con un porcentaje (potenciales lectores) rehén; jugar ante una afición entregada que consume, compra y aplaude por afinidad con independencia del valor de lo escrito.
A quien debe convencer con buena literatura es a los agnósticos, a los laicos, a los apáticos e incluso a los contrarios. Porque la posición de Carme queda clara y confirmada: “los hombres con sotana negra, el atuendo de lo siniestro”. Ahora quedamos los escépticos, los que tenemos claro que en todas partes (instituciones, partidos políticos y clubs de fútbol) hay delincuentes, mentirosos, hipócritas y fanáticos; hay contradicciones, malos ejemplos, garbanzos y ovejas negras. Ahora quedamos por convencer los que tenemos un problema y leemos demasiado, los que le exigimos mucho a la literatura, los que buscamos en ella lo superlativo o el planeta o satélite más cercano.
Y esa búsqueda y hallazgo lo encontré sólo en dos de los siete relatos de Carme: “La santa descuartizada” y “La maldición de la momia”. En los otros cinco apenas un destello o tres. Porque todos tienen un comienzo brillante; angustioso, sobrecogedor, humorístico, teatral y prometedor; pero excepto en esos dos citados, ese momento inicial no tiene continuidad. Llega un punto en el que, por una u otra razón, el relato se frustra, se fagocita, se disuelve o se convierte en una paradoja perdiendo esa intensidad del arranque.
En “Lázaro en los infiernos” se hace inevitable la (odiosa) comparación con el excelente “Aun después de muerto” de Jorge Biarge, comparación en la que sale perdiendo Tierz. Y aunque el relato de Carme daría para un interesante debate gafapasta de cine club: ¿Le hicieron una putada a Lázaro al resucitarlo? ¿Puede un ateo creer en el paraíso (o lugar equivalente) después de la muerte? ¿Existe o no? ¿Es un estado mental, un artificio o un lugar en la tierra? Lo que pasa es que montar ese debate después de ver un corto en Super-8 queda bastante ridículo.
“La obsesión de Louise” es un relato en el que la pretendida ironía y diversión se convierten en leche agria, mala baba, enajenación, exceso, parricidio, desvarío, alucinación y sobredosis de estramonio en la cueva de Zugarramurdi. Aunque bastaría decir que se basa en la incoherencia de que una loca califique a otra de loca. ¿Cuál de las dos es la cuerda? ¿Una, las dos o ninguna?
Incoherencia que se repite en “El martirio de San Superman” al encontrarnos con un Superman (por influencia de sus padres adoptivos terrenales) absurdamente creyente y fervoroso lector del Antiguo Testamento, pero que conversa con el espectro de Jor-El, líder del planeta Kripton, holograma al que Superman atribuía esencia divina, era Dios y Kal-El (Superman-Clark Kent) su hijo. Al final entre tanta mareante esquizofrenia resulta que el superhéroe inmortal era un pardillo que creía ser capaz de detener el sol y desconocía su poder.
“La Milagros” es el mejor ejemplo de esos relatos frustrados. Con un comienzo conmovedor y muy bien narrado cae en un absurdo y forzado encuentro sin pies ni cabeza entre La Milagrosy el Sacamantecas en el que ambos se abrazan formando “una estampa grotesca: una Madonna consolando a un íncubo”. Una trama forzada y con tintes de culebrón en el que las piezas encajan a martillazos y sin saber con qué objeto.
Y por último “1982”, un relato en general bastante capcioso, pero bien narrado y estructurado, en el que aparece (versionado) el exorcismo que el Papa Juan Pablo II realizó en el año 2000 y del que hay otra versión contada por el sacerdote Gabriele Amorth en el libro de José María Zavala “Así se vence al demonio”. Un relato en el que se hace referencia al escándalo (cierto y trágico) del Banco Ambrosiano y a su relación con la mafia y que ya apareció en “El Padrino III” y está en la Wikipedia. Por cada gorila hay un Popieluszko. Un relato que está más cerca del regodeo que de la literatura.
“La santa descuartizada” es el mejor de los dos que –para mí- merecen la pena de este libro de los milagros. Un relato jocoso de reliquias, falsificaciones y cambiazos antes del fin del mundo. Una monja sacándose de debajo de las faldas la mano de Santa Teresa como una ladrona de supermercado pero al revés. Un relato que podría ser perfectamente el guión de una película de Buñuel o Berlanga.
Y en esa línea humorística pero tiñéndose de negro está “La maldición de la momia”, con una escena memorable cuando llevan a la momia de San Isidro Labrador junto al lecho del rey Felipe IV “como si de un vulgar talismán se tratara” en un intento desesperado por sanarle. El Santo, harto de ser exhumado y llevado de aquí para allá y de haber sido rebajado a “una pata de conejo” que todos querían tocar, planea una venganza en forma de maldición. Y de nuevo pienso en Berlanga y “Los jueves, milagro” y en Buñuel y “Simón del desierto”.
Un libro con buenas y polémicas ideas, pero escaso de buena literatura.
Carme Tierz. “El libro de los milagros”. 100 páginas. Jekyll and Jill editores. Zaragoza, 2012.